Ruper Ordorika: "Guria ostatuan" (Elkar)



Texto: Kepa Arbizu.

No es, o no debería de ser, necesario buscar comparaciones o realizar extrapolaciones variopintas para acercar hasta los focos a ciertas figuras singulares que pueblan nuestro -mucho más amplio de lo que se suele pensar- entorno musical. Ruper Ordorika acumula la peculiaridad y talentosa singularidad de expresarse bajo una perfecta sintonía entre literatura y rock. Dos elementos que de hecho no deberían de ser diferenciados, dada la perfecta imbricación que demuestran, en la propuesta que el vasco lleva ejerciendo desde hace ya casi cuarenta años y que con su nuevo disco vuelve a manifestar con profusión.

La adopción de un título como “Guria Ostatuan” (tanto por el concepto de taberna-fonda como por el propio nombre de ésta, en clara alusión a la idea de comunidad o pertenencia común), una portada ilustrada con un cuadro del pintor Carmelo Ortiz de Elgea o contar de nuevo con la mano amiga de Alberto de La Casa en su concepción, son elementos suficientes para certificar la clara referencia a lo local y hogareño que alberga este álbum. Un concepto que podría entenderse como contradictorio en relación al hecho de contar con músicos estadounidenses y registrar las canciones en Nueva York, concretamente en los estudios Bedford de Brooklyn, pero que sin embargo revela lo contrario. El guipuzcoano representa y materializa como nadie precisamente la capacidad para mostrar una personalidad artística dibujada por influencias apegadas a su tierra al igual que por aquellas adoptadas, en las que tienen un peso capital las relacionadas con el sonido clásico norteamericano. Mundos tan dispares a priori como capacitados para buscar un común entendimiento repleto de sentido.

Un disco como éste, con el plantel con el que cuenta (elemento habitualmente muy cuidado por Ordorika), es entendible que, y en esta ocasión se nota un interés explícito por ello, cuide los detalles instrumentales en busca de una construcción condimentada pero sobria. Entre los ilustres nombres que participan en dicha misión aparece el baterista Kenny Wollesen, quizás en el papel de vertebrador por su presencia habitual en las grabaciones del vasco, o Jamie Saft, integrante de la troupe de John Zorn y tampoco un desconocido precisamente. Completa la plantilla “extranjera” Tony Scherr al contrabajo, un instrumento que se mostrará aquí como esencial en la consecución de melodías y ritmos. Precisamente gracias a esa labor las composiciones se sostienen sobre una base casi jazzística pero aplicada a ese sugerente tono entre el folk-rock, que puede unir desde la Fairport Convention a Lambchop. y la música tradicional vasca que recopila la figura del euskaldun.

Bajo estas trazas apuntadas, interpreta con esa mezcla de solemnidad, nostalgia (elementos comunes en el ADN de la oralidad vasca) y también calidez, adjetivo atinado para el concepto del disco, la inicial “Ireki atea”, que escenifica a la perfección ese reducto de reposo y tranquilidad, también espejo de otro tiempo, que planea en el álbum. Tomando como base este concepto de canción irá distribuyendo diferentes matices a la hora de abordarlas; por ejemplo con mayor presencia, aunque muy delicada, de los teclados en “Atzo gaur edo bihar” o mostrando una expresión, sobre todo en la parte vocal, más intensa en la sobrecogedora “Mare nostrum”, en la que participa en su autoría Eva Linazasoro.

La presencia de las guitarras eléctricas, integradas por supuesto en esa ambientación sedosa, también adoptará ciertos destellos, ya sea para implementar el nervio, como en “Kontserba fabrikaren aurrean”, en esa habitual construcción de personajes aunque en este caso sea un texto original de Joseba Sarrionandia; vistiéndolas de un andamiaje a base de cuerdas en “Hamar negu” que le acerca a lo sonoridad soul en su aspecto más popero, o en su vertiente más polvorienta (“Mirariaren zain”). Otra vez las teclas, en esta ocasión utilizadas con juguetonas formas, fabrican un marco de mayor poder melódico en “Aingeru guardakoa” que choca, constituyendo así una siempre apreciable diversidad, con la representación mucho más sobria y profunda de “Ezetz esatea” o la más ambiental de “Munduko ostauetan”, basada en el poema de Gary Snyder.

Probablemente calificar un disco de Ruper Ordorika de íntimo sea redundante o poco novedoso, pero es imposible no sentir esa sensación de manera más palpable, o cuanto menos más cálida, en este nuevo trabajo. Lo que no cabe duda es que el músico vasco ha atinado con exactitud en una tecla que tiene del todo dominada, lo que no le resta personalidad ni belleza a una propuesta que respeta y asimila las raíces locales como aquellas influencias adquiridas con el paso del tiempo. Fundamentos que en estas nuevas canciones encuentran una de sus expresiones más atinadas y acogedoras.

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